martes, 14 de julio de 2009

Un cuento

Aquí pueden leer un relato mío publicado recientemente en la revista electrónica Punto en línea de la UNAM.
(Gregorio Cervantes Mejía)

sábado, 23 de mayo de 2009

Dos imágenes de Borges

Gregorio Cervantes Mejía

Primera


Borges con la espalda rígida, apoyado en la pared y en un bastón, tratando de emular la postura de una antigua deidad gálica tallada en madera, “una cosa rota y sagrada que nuestra ociosa imaginación puede enriquecer irresponsablemente.”

Uno al lado de la otra, en planos distintos.

La diosa, sobre su pedestal, se levanta por encima de Borges hasta casi doblarle la estatura. Las manos en el vientre y la pierna izquierda ligeramente flexionada.

El desgaste de la madera apenas deja entrever algún detalle del rostro: la nariz y los labios ya desdibujados. Aún así, se muestra serena y apacible.

Borges con un grueso abrigo. La cabeza echada hacia atrás, siguiendo la inclinación del bastón que parece apoyar sobre el suelo. La fotografía no muestra sus pies.

La serenidad de sus facciones contrasta con la incómoda postura de la cabeza, separada apenas unos centímetros del muro.

Borges, el hombre, al lado de la divinidad. Imagen y semejanza.

Pienso en ese dios de “El milagro secreto”, que le concede a Jaromir Hladík el año que necesita para concluir su drama Los enemigos, dos minutos que, por gracia divina, se extienden 365 días a fin de que el dramaturgo pueda concluir su obra justo antes de que muera fusilado por los alemanes.

Pienso en esas otras divinidades esparcidas a lo largo de la narrativa borgeana. En el dios que acude en auxilio del rey árabe encerrado en un laberinto babilónico en “Los dos reyes y los dos laberintos”:

[…] vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él, en Arabia, tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día.


¿Estará Borges construyendo estas ficciones al amparo de la desconocida diosa gálica?

Segunda

Una mano, con las marcas del tiempo en el dorso, se posa sobre una columna de piedra con caracteres japoneses tallados.

Más que apoyarse, la mano —a juzgar por el gesto— descifra, intenta suplir a la vista, y extraer alguna lectura de esa lengua desconocida. Doble ceguera: la de los ojos ya inútiles y la ignorancia de un idioma.

Borges, el hombre, palpa el mundo encerrado entre esas muescas en la piedra cuyo significado sólo conocen quienes comparten el código.

De nuevo el recuerdo de sus historias. La frase que desencadena la historia de “La muerte y la brújula”: “La primera letra del Nombre ha sido articulada.”

¿Está acaso Borges ante el nombre secreto de la divinidad? ¿O ante esa escritura divina buscada por el mago Tzinacán, en “La escritura del Dios”?

A semejanza de su personaje, quien busca la escritura divina en la piel del jaguar, Borges —la mano de Borges— parece buscarla en los caracteres japoneses tallados en la piedra:

Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.


O tal vez, y eso parece indicar el texto que acompaña a la fotografía, la escritura palpada/leída por Borges sea sólo obra humana, ese haikú que decidió la salvación humana:

Se quedaron pensando. Otra divinidad dijo sin apuro:
Es verdad. Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta, que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.
Las entonó. Estaban en un idioma desconocido y no pude entenderlas.
La divinidad mayor sentenció:
Que los hombres perduren.
Así, por obra de un haiku, la especie humana se salvó.


Nota: Las imágenes comentadas corresponden, respectivamente, a la primera y la última de las fotografías incluidas en Jorge Luis Borges, Atlas, Lumen, 1999, de donde fueron tomadas.

viernes, 20 de marzo de 2009

Sobre los nuevos descubrimientos científicos

¿Será acaso que nuestros científicos están aburridos?

De repente, me da la sensación de que regresan, con toda su vigencia, los mismos dilemas que le dieron vida a las revoluciones científicas de los siglos XVII, XVIII y XIX.

Y que las explicaciones, curiosamente, no se diferencian en lo fundamental de las ofrecidas ya en aquellas épocas.

Esta cuestión de que biólogos norteamericanos encontraron la base fisiológica de las creencias relgiosas, dado a conocer por La Jornada, me recuerda a la especulación de René Descartes sobre las funciones de la glándula pineal en El discurso del método, donde establece que ésta tiene como función ser el punto de contacto entre el alma (la res cogitans) y el cuerpo (res extensa).

sábado, 14 de marzo de 2009

Sobre la persistencia de las gotas

Foto: Andrea Feldman Teich


Observo la serie de fotografías de gotas atrapadas en la vegetación, de Andrea Feldman Teich, y recuerdo el primer texto que leí de Julio Cortázar (a los ocho o nueve años de edad, y sin prestar atención a quién era el autor —esa manera de leer que, pienso ahora, quizás era más sana: interesarse sólo en el texto, no en quién lo firma—): “Aplastamiento de las gotas”.

Recuerdo la fuerza con que esos goterones de Cortázar cayeron en mi memoria, la suficiente para que treinta años sigan presentes con la misma intensidad con que “se aplastan como bofetadas uno detrás de otro”.


“Tristes gotas, redondas inocentes gotas”, cierra Cortázar. Gotas destinadas a fundirse en una masa líquida mayor, que existen como entidades individuales sólo un instante antes de su caída.

Si al mirar las fotografías de Andrea Feldman Teich vuelvo a recordar el “Aplastamiento de las gotas” es quizá porque las gotas captadas en esas fotografías parecen hacer alarde de su condición de sobrevivientes: aferradas con todas las uñas, con los dientes, han conseguido evitar la caída. Se mantienen a salvo en pequeñas horquillas de las ramas, en cavidades de hojas o entre los pétalos de las flores.

Y ahí se produce la transformación de las gotas: para evitar la caída se han visto obligadas a capturar dentro de sí una fracción del mundo: el árbol completo que las sostiene o el jardín que las rodea.

Así, todo el peso del mundo, condensado en un espacio minúsculo, le dio a la gota el anclaje suficiente para soportar la tormenta y esperar ahí, en ese refugio vegetal, al calor del sol que la devolverá a las alturas.

En recompensa, la gota sufre una transmutación: quizás el aleph entrevisto por Borges no haya sido otra cosa que una de las sobrevivientes a la tormenta, que consiguió, con su resistencia, atrapar dentro de sí la infinita variedad del mundo.